Con un 10 marcado a fuego
Cada vez falta menos para que llegue el momento: Se despide el diez.
Pensé que estaba preparado. Imaginé mil veces este momento y, como la agonía se estiró tanto, sentía que cuando ese día llegue no me iba a doler. A esta edad, ya no me podía afectar lo que pase con un jugador de fútbol. Ni aunque estemos hablando de Romagnoli.
Freud dice que los primeros años de vida son los más importantes. Ayer encontré en mi cabeza una imagen que no sé si es mía o la robé de algún video. Son solo algunos fotogramas que enfocan una pelota, dominada en los pies de un pibe, que está debajo de una remera tres talles mayor que él, con un 35 en la espalda, con el pelo mal cortado y con la cintura quebrada, lista para dejar atrás algún defensor burro y pelado. Si esa imagen es mía, la incorporé a los cinco años. Mi mente todavía dibuja a ese pibe desfachatado apilando rivales en aquella final de Sudamericana, y festejando de la manera más extraña posible. Cómo olvidar el dolor de las lesiones, si de ahí viene mi fobia extrema a la palabra “ligamentos”. ¿Dónde estará aquella camiseta que arruiné dibujándole un 10 en la espalda con marcador indeleble? Con el tiempo los recuerdos van siendo más reales, y nadie me puede negar que cuando se fue a Portugal aprendí lo que eran las despedidas. Todavía está ahí la imagen de un pibe (que ahora resulto ser yo) en la mesa de su casa de San Clemente, buscando todos los veranos en el Olé la palabra “Romagnoli” en alguna sección dedicada al mercado de pases de San Lorenzo.
También tengo que hablar de identidad, si su vuelta fue como recuperar algo que era mío. ¿Y lo del 2012? ¿Cómo expresar lo del 2012? Todos sabemos cómo fue, pero resulta muy difícil transmitir la sensación de que cada vez que el diez agarraba la pelota, yo (desde la tribuna) estaba agarrando la pelota. También mi viejo, mi hermano, mi abuelo, mis amigos, mis amigas y todos aquellos que estaban a nuestro alrededor teníamos la pelota en el pie. No debe ser fácil correr con el peso de 4 millones de personas en la espalda. Tener al Pipi adentro de ese equipo, era la garantía de que no nos iban a dejar caer.
Después llegó la gloria y los merecidos reconocimientos. Si nos daban a imaginar un momento perfecto, yo hubiese pedido que el Pipi levante esa Copa tan importante para nuestro club. Solo nos faltó que sea en Boedo, pero ya era mucho. Y esta historia de amor entre Romagnoli y San Lorenzo, puede seguir dando capítulos y – quién dice- tal vez podamos ver al 10 llevándonos a lo más alto nuevamente, pero en el banco de suplentes y en Av. La Plata.
Pero claro, después de este repaso, veo que era imposible que no duela. El 15/12 se cierra una etapa de mi vida. Por primera vez me siento viejo. El Pipi ya no es jugador, es “mánager”. Ya no queda nada más que mi recuerdo de aquel pibe que dibujaba camisetas, pero esa etapa estará marcada para siempre con un “10” y un “Romagnoli” grande como una casa.