Enrique y el Tucumano
Por Facundo Osés
Era domingo. Enrique se había levantado temprano preparado para cumplir con su deber ciudadano y dirigirse hacia la escuela que le habían asignado para votar. Aunque a sus 76 años la ley no lo obligaba, su experiencia como argentino le permitía conocer el valor de la democracia. Luego del sufragio, el plan consistía en sentarse en un bar, tomar un café y leer el diario. Luego, almorzaría con la familia, dormiría una siesta y se levantaría a ver los resultados. Aquel sería un buen domingo.
Concluido el voto, Enrique se dirigió al bar de la esquina. Pidió un café, tomó el diario y se sentó. Listo para comenzar con la costumbre que lo acompaña hace más de 50 años, una voz a sus espaldas le interrumpió la calma.
-Más allá de la década del 80, Ferro ha tenido grandes equipos. Cuando yo llegué a Buenos Aires eran un equipo muy duro y hasta han llegado a pelear arriba –comentó la voz misteriosa.
Si bien Enrique es fanático de San Lorenzo, tantos años viviendo en Caballito le habían generado cierto cariño hacia el Verdolaga. Por futbolero, pero fundamentalmente por curioso, giró su cabeza disimuladamente hacia la mesa de la charla. Primero lo vio de reojo y lo reconoció a medias, entonces, con la calma que lo caracteriza, giró un poco más su cuerpo hasta que lo confirmó. Era él. Aquel hombre, al que más admiraba, estaba ahí, detrás suyo.
Quién lo diría. Tantas veces viéndolo desde la tribuna, coreando su nombre, aplaudiendo sus jugadas, admirando su carisma y gritando sus goles; y ahora estaba ahí, en el mismo bar, solo unas mesas atrás. ¿Cuántas veces había hablado de él? ¿Cuántas veces había dicho que era su máximo ídolo? Sus años, su experiencia, su seriedad y su templanza se reducían a las sensaciones de cualquier niño que encuentra a su héroe. El tipo que empujaba al equipo para adelante, el que no erraba los penales, el defensor aguerrido, el capitán, el goleador. ¡Estaba ahí! ¡Detrás tenía al Tucumano Albrecht!
Con la mirada clavada en el diario, Enrique comenzaba la misma oración infinitas veces. Es que sus ojos se estampaban en la hoja, pero su concentración no podía salir del evento que sucedía a sus espaldas. Su corazón se aceleraba un poco y sus manos transpiraban sobre el blanco papel ¡Y encima se habían puesto a haber de su querido San Lorenzo!
Tras un rato largo de haberse convertido en chusma, Enrique decidió levantarse para irse. Él quería leer el diario y sabía que ahí no iba a poder. Además, por su característica modestia, no quería molestar el buen rato que pasaba su ídolo. ¿Y si no le daba ni bola? Pensó que lo mejor era retirarse. Habiendo pedido la cuenta, Enrique se preparaba para partir, pero en la otra mesa la conversación tomó un pequeño giro:
-Había un delantero en San Lorenzo, que era de Tucumán, del mismo pueblo que mi esposa. Era un crack, un fuera de serie –le comentó el Tucumano a su amigo.
Esta vez no lo podía dejar pasar. Enrique tomó coraje, giró su cabeza y con algunas gotas de sudor en su cabeza alzó la voz:
-Perdón: Juan Armando Benavidez. Era tan bueno que en los diarios lo ponían a la altura de Walter Gomez, la estrella de River. Era uno de mis ídolos en un equipo de San Lorenzo al que no le sobraba mucho. Igual, mi máximo ídolo es usted –Se animó, y con con coraje rompió el silencio, entregándose a lo que pueda pasar-
-¡Pero hombre! –Albrecht saltó de su silla –Juan Armando Benavidez, claro. ¡Siéntese acá con nosotros! ¡Mozo, tráigale un café al señor!
Siempre había soñado con poder decirle a su ídolo todo lo que lo admiraba, pero Enrique superaba sus propias expectativas y a sus 76 años cumplía el sueño del pibe: se estaba tomando un café con su ídolo máximo. En su charla recorrieron sus primeros años en el Ciclón y todas las adversidades de la época, y luego pasaron a la época dorada en la que se convirtió en un Matador. Enrique le contó algunas hazañas, como el día que, con solo 9 años, se tomó el tren desde Ramos Mejía para ir a la cancha, y le habló sobre esa campaña del 68 que, ya siendo adulto, vivió en la platea del Sector Jacobo Urso. Como no podía ser de otra manera, hablaron del Gasómetro, de su mística y de su gloria.
Después más de una hora de charla. Enrique y Rafael se dieron un cálido apretón de manos y cada uno se fue para su casa, aunque al pibe de 76 todavía le temblaba el cuerpo por haber cumplido con uno de sus sueños
En el presente, con 84 años, Enrique atesora ese momento como uno de los más felices de su vida. Hoy 3 de mayo de 2021, desde su departamento en Caballito lamenta la partida de su héroe. Lamenta el fin de la era de aquellos caudillos que pasaron por San Lorenzo y no se sacaron la azulgrana jamás. Y, si bien lamenta, también sonríe. Sonrie porque está tranquilo de haber cumplido su deber de dejar a la leyenda del Tucumano viva en su hijo, en su nieto menor, y en su nieto mayor, que ahora escribe estas líneas.
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